Cuando yo era niño y veía los dibujos animados de “Súper
Ratón” siempre me llamaba la atención la frase con la que acababa todos los
capítulos: “Y no olviden súper vitaminarse y mineralizarse”. Era una época
(mediados de los 60 y principios de los 70) en los que la variedad alimenticia
no abundaba precisamente en las tiendas de ultramarinos de aquella España y los
niños desayunábamos leche con galletas “María” o pan tostado, y los bollos,
croisanes y magdalenas se reservaban para una ocasión especial como un
cumpleaños o alguna visita a la que agasajar.
La bollería
industrial estaba aun en mantillas. El primer bollito industrial que recuerdo
era el “Búlgaro de Cropán” un bizcocho bañado en almíbar y con un fino relleno de
mermelada. Luego vendrían el “Bony, el Bucanero, el Tigretón y toda la pléyade
de híper calóricos bollos que han proliferado “Ad nauseam” hasta nuestros días.
Del mismo modo, los
niños de aquellos días merendábamos un bocadillo de pan candeal con chorizo,
salchichón, mortadela de aceitunas, jamón serrano o queso de bola (tres onzas
de chocolate dentro del pan si habíamos sacado buenas notas en un examen) Las cadenas
de hamburgueserías y pizzerías nos eran algo tan ajeno como la cara oculta de
la luna. La primera vez que entré en una, un Burguer King de la calle mayor de
Madrid debería andar por los veinte años (en Alicante aun tardarían cuatro años
en abrir el primer Mc Donalds). De mi infancia recuerdo como lo más exótico en
establecimiento tipo americano un sitio llamado El Tobogán en la Puerta del Sol
madrileña al que me llevaron mis padres en un viaje de pequeño. Era un
establecimiento con una larga pared de ventanitas de cristal, detrás de cada
cual había un producto para consumir (sándwiches, trozos de tarta, croissanes,
etc.) tenían un cartelito con el precio de cada producto y una ranura donde
introducías el dinero, lo que te permitía abrir la portezuela y cogerlo.
En cuanto a la
infinita variedad de ¿cereales? Para el desayuno, los únicos que aquí se veían
eran los que consumían los personajes de las series americanas. En Alicante por
lo menos, brillaban por su ausencia, tanto es así que mi tío Alberto estuvo
como un mes de viaje en Nueva York invitado por un amigo y a su regreso quiso
comprar los ahora clásicos Corn Flakes de Kellogs y tras mucho buscar encontró
un paquete en un supermercado de la playa de San Juan, regentado por unos
belgas que traían productos para los pocos extranjeros que entonces veraneaban
aquí.
Así pues, los que
ahora andamos por la segunda mitad de la cincuentena, hambre no pasábamos, pero
bien es verdad que comíamos lo justo para mantener nuestra elevada actividad y
por regla general, en el colegio, los niños gordos lo eran por una cuestión de
metabolismo o de herencia genética. El grueso del pelotón de clase éramos
enjutos en su mayoría. Las chuches eran un abanico bastante limitado (monedas
de chocolate, regaliz roja y negra, gominolas básicas, caramelos, chicles
Bazooka…) y el dinero del que disponíamos escaso.
La dieta básica de un
niño de aquella época era un desayuno de pan tostado o galletas y un vaso de
leche. A media mañana un bocadillo de chorizo, atún o mortadela y agua de la
fuente del patio. Al mediodía la comida de casa, casi siempre un plato de olla
y de segundo una tortilla de patatas, unos filetes empanados o unas croquetas
caseras. De postre fruta del tiempo y para beber, agua o, si era verano, a
veces caía una gaseosa que nuestro padre aderezaba con vino de granel. Por la
tarde, otro bocadillo que devorábamos con una mano mientras que con la otra
tratábamos de pillar a l compañero jugando a “Tula” o acababa desparramado por
la plaza, merced a un certero balonazo del bruto de la cuadrilla. Por la noche
en general un vaso de leche caliente que las madres decían que era bueno para
coger el sueño y alguna galleta o un trozo de “coca boba” bizcocho casero muy
popular en todas las casas.
Las tiendas llamadas
“De Ultramarinos” tenían, si, una cierta variedad, pero nada que ver con
aquellos supermercados que salían en las series americanas, con aquellas
interminables filas de estanterías y en los que la tribu de los Brady llenaban
bolsas y bolsas de papel marrón suficientes para alimentar a un regimiento.
Había botes de
conserva, cajas de galletas, paquetes de arroz y pasta, latas de atún ,
sardinas y mejillones en escabeche, paquetes de café en grano, botellas de
leche, de vino, de cerveza, de gaseosa y las primeras de aceite. Embutidos y
fiambres en un mostrador refrigerado y sobre el otro mostrador, bollería casera
de algún obrador cercano.
La carne se compraba
en la carnicería, el pescado en la pescadería, o ambos en los mercados de la
ciudad donde cada ama de casa tenía sus puestos predilectos a los que acudía
fielmente toda su vida (o la del tendero).
De modo que a este
lado del charco, nuestra alimentación era justa y bastante equilibrada por mor
de vivir en un país con un régimen autárquico, que consumía lo (poco o mucho)
que producía, mientras que la chavalería del otro lado se supervitaminaza y
mineralizaba con una dieta híper calórica que ha producido una generación de
cincuentones obesos, hipertensos, con problemas de colesterol, diabetes, fallos
cardiacos y una esperanza de vida al nivel de algunos países africanos. Una
generación de hombres y mujeres que pesan por encima de los100 kilos, que
tienen dificultades para incluso ponerse los calcetines y que llevan más de
cuarenta años consumiendo todo tipo de comida procesada, alta en calorías, sal,
grasas no saturadas, emulgentes, colorantes, espesantes, conservantes… bebiendo
enormes cantidades de bebidas ultra azucaradas, comiendo cubos de palomitas de
maíz hechas con margarinas y engullendo postres grasos y azucarados como si no
hubiera un mañana.
Pues bien, ese estilo
de vida que a los de mi generación les era marciano, ha venido para que darse y
como buenos conversos hemos tardado poco en superar a nuestros maestros. Ahora,
nuestros hijos desayunan supuestos cereales que son puro azúcar con leches
enriquecidas con un montón de elementos innecesarios, almuerzan en el colegio
bollos industriales, con zumos envasados llenos del dulce elemento y por las
tardes devoran hamburguesas, fritos y pizzas producidas en serie con vaya usted
a saber que ingredientes, mientras que por los medios les bombardean por una parte
con toda esa munición de alimentos llenos de sabor y calorías y por el otro con
un mundo de cuerpos imposibles en su delgadez como meta para ser feliz y
realizado en la vida.
Ante ese panorama,
está creciendo una generación de jóvenes inducidos de forma casi obscena a un
consumo calórico superior con creces al necesario mientras son culpabilizados
por no tener un cuerpo que cumpla los cánones impuestos por las grandes cadenas
de moda y las multinacionales de todo tipo (desde Nike a Coca Cola).
Así que, sinceramente
pienso que hoy en día, en este país, estamos súper vitaminados y mineralizados
en exceso. Que habría que volver al bocata de salchichón y el agua del grifo, a
la comida de cuchara, el pan tostado con aceite de oliva, a la leche normal y
corriente y a la fruta del tiempo como postre. A que nuestros hijos cojan más
la bicicleta y menos la tablet, a que jueguen en la calle y que los llevemos al
campo a que corran y salten y quemen grasas y calorías antes de que sea
demasiado tarde y los adolescentes de hoy en día acaben siendo unos
cincuentones obesos, hipertensos, con problemas cardiacos e incapaces de tan
siquiera abrocharse los cordones de los zapatos
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