Recuerdos de infancia, veranos abrasadores con cañizos
llenos de rojos frutos cubiertos de sal achicharrándose al sol de mediodía y
ese olor dulzón y penetrante inundando el caserío. Remedios espantando las
moscas que tratan de libar el jugo que se escapa y se evapora para convertir el
carnoso tomate con el paso de los días en algo parecido a una oreja reseca y
arrugada y bermellón.
Comida de campo,
comida de pobre. De aprovechar al máximo la “Collita” y de tener de donde tirar
cuando el invierno escarche los campos y hasta las vides duerman su savia bajo
tierra.
Fritos para acompañar
unas longanizas de la matanza, o un huevo frito de las gallinas del corral.
Condimento y complemento de la olla, para dar sustancia y enjundia a un potaje
bastante viudo. Troceado y frito con unas ñoras para alegrar una gachamiga, ese
plato de “mullá i pas enrrera” con el Barral de ví circulando para entonar los
cuerpos ateridos después de una jornada de poda de las viñas.
Recuerdo de un tiempo
sin supermercados y donde en la tienda de Flora había una gran tabla, con un
enorme cuchillo fijado a un extremo donde se cortaba el bacalao y las legumbres
estaban en unos sacos de arpillera y se expendían al peso en cucuruchos de
papel de estraza.
Comida, en fin, de un
tiempo tan cercano como el paso de un suspiro y tan lejano como la foto
amarillenta del abuelo, vestido de militar.
Tomates.
Sal.
Sol.
Tiempo.
Cortar por la mitad,
cubrid de sal y dejad al sol una semana de Agosto de Alicante. Procurar
guardarlo bajo techo por las noches para que el relente no los malve y cuando
adquieran el aspecto que en la actualidad tendría la oreja cortada de Van Gogh,
guardar en un tarro limpio y seco.
Se pueden
posteriormente escaldar y embotar con un buen aceite de oliva, pero esa….es
otra historia.
Y, ¿el invento reticular tan bonito? Para separarlos y asegurarse de que no se peguen? Un saludo,
ResponderEliminarAna